Mar adentro

Rascaba incesantemente el esmalte en tono rojo furibundo de su uña del dedo meñique izquierdo con una dedicación y fervor inusitados por tratarse de una acción tan boba; a su vez, hacía pendular su pie izquierdo cruzado por sobre su pierna derecha al ritmo cadencioso y sensual de una canción de Billie Holiday que sonaba desde los latosos parlantes de su computadora. Pensaba en la vida que había llevado Billie, un recorrido surcado por la tortura, arrojada a la prostitución desde muy pequeña y con un padre que la había abandonado cuando ella todavía era una beba. ¿Sería por esto que sentía cierta proximidad? Poco importaba. Pasada esa distracción mental, siguió con lo suyo. A veces se le daba por arañarse compulsivamente la piel también, sin razón alguna. Quería descargar su rabia y lacerar su cuerpo y ya, ¿qué tenía eso de terrible? Decía que se trataba ni más ni menos que de una búsqueda de canalizar físicamente una sensación de desagrado persistente.

“Mirá que ser una mártir queda feo, eh. Así nadie te va a querer”, esa hermosa y muy útil recomendación de su mamá resonaba una y otra vez en su cabeza; y claro que en vez de esclarecerle reflexiones y revelarle esa tranquilidad mental que tanto anhelaba, la debilitaba aún más. Y es que ese era el punto inaugural: Antonella estaba graníticamente convencida de que ella no tenía valor alguno, nada memorable que la hiciera destacarse o sobresalir. Sostenía que no poseía la aptitud de provocar un impacto agradable en nadie, ni remotamente ser querida. Es decir, querer lo que se dice querer, no. Tal vez sólo superficialmente como esas cáscaras engañosas que envuelven un objeto mucho más complejo, contradictorio y oscuro en su interior. Sí, es verdad, tenía la capacidad de generar en los demás algún tipo de cariño, como eso que se siente por un perrito de 40 días, un vestido floreado por estrenar o en los días de otoño levemente fríos y con sol. Se la podría estimar livianamente como eso efímero que no aviva demasiada emoción, que está ahí, en un rincón insignificante del salón, siendo testigo de cómo los demás se divierten, brillan y saben ser felices, mientras que ella es simplemente un ornamento social exiguo, como unas lindas cortinas de lino que decoran y visten una ventana, pero nadie se pararía a mirarlas minuciosamente.

Se había criado bastante sola y a la manera que pudo o encontró más a mano. Con una madre que quedó embarazada sin desearlo, acreedora de vínculos tortuosos y poco comprometidos se hizo cargo de esa nena a la que desde bebita se le vaticinaba un camino de soledad y que iría al encuentro de una vida triste pero no por ello vacía.

Recordaba con ojos enrojecidos y con un pudor reprimido cuando su mamá la retaba de muy pequeña porque era muy desordenada con sus juguetes; y con apenas 5 años ya había recibido demasiados golpes con el taco de madera lustrada de un zapato femenino en sus frágiles y delicadas manitos por no haber obedecido el mandato de mantener su habitación impecable. Sin embargo, el incidente doloroso tuvo su ventaja: pasado el fragor de la lucha asimétrica, en un arranque de compasión su mamá le permitió ir al jardín con las uñas pintadas de rosa, suprema soberanía del mundillo de las coquetas, y de este modo tapar los vestigios de la violencia tatuada en cada una de sus diez uñas, que ahora tenían un color totalmente negro debido la acumulación de sangre muerta y estancada producto del golpe brutal.

Y esta historia se reiteraría una y otra vez, pendularmente: primero su mamá bramaría de odio y lo descargaría físicamente en ella, luego sobrevendría la susurrante culpa y condescendencia que la despojaría de todo límite por tiempo ilimitado, hasta que existiera un pretexto suficiente para hacerla enojar nuevamente. Y la excusa podía ser de cualquier índole. Así, bajo este modus operandi oscilante y extremista, Antonella fue creciendo, interpretó, tradujo, y asimiló cómo debía ser su comportamiento frente a los demás.

Ya con 28 años (sí, así es) consumía los meses arrastrando el fracaso de no poder sentirse a gusto consigo misma, volviéndose retraída, introspectiva, sabiéndose en los parámetros de la estupidez seguida de una consecuente incomodidad para con todos y por todo. Cualquier circunstancia social le sabía a suplicio agrio y duradero. Pensándolo bien no tenía amigos, nunca los había tenido. ¿Acaso eso importaba? ¿De qué servían los amigos?

Sus ojos apagados y ausentes como una noche sin luna denunciaban una melancolía que daba ganas de llorar torrencialmente durante un día entero. Y transpiraba océanos de miedo y asco. Le daba miedo sentir placer, como si no se lo mereciera realmente y, por ende, le daban miedo también los sentimientos endebles que pudieran engendrarse a continuación. El miedo turba y causa invalidez, eso ella lo sabía. El miedo es, está y ahí quietecito se queda. Es un rival difícil pero no puede triunfar siempre. ¿Hay que asesinarlo, entonces? ¿Cómo?

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